Tenía solo un par de minutos antes de que volvieran. Porque siempre vuelven, más pronto en estos días.
Subí a la barra a la que no puedo subir con ellos merodeando por aquí, llené de huellas los azulejos blancos del mosaico, trepé a las repisas sin ningún cuidado (no había tiempo) y llegué hasta ella.
Todo lo tengo prohibido según mis esclavos, pero no es mas que por su fuerza estorbosa, una convención pactada sin mi voto. Naturalmente, nada me prohíbe nada.
Tiré la caja al lado de los frascos rotos que mi prisa me obligó a empujar. Bajé, la abrí con el hocico y después de dos semanas me entregué a mi crápula. Rasgué cada bolsa de plástico hecha bola, las llené de agujeros y las desparramé a lo largo de la cocina y de la sala.
Jugué con ellas hasta saciarme, oh Dios, qué minutos más felices.
Yo no entenderé nunca por qué es que guardan estos pedazos de tersura exquisita en una caja de cartón, por qué vedármelos.
Tenía sólo un par de minutos. Cuando llegaron, mi sed saciada estaba fuera de su alcance. Me hallaron recostado bajo la ventana que da al sur, recibiendo la tímida caricia de un vientecillo. Su ausencia valió cada nalgada.