Tengo que maullar
mucho al lado de la puerta hasta que por fin la abren, salgo al pasillo oscuro
y me atrevo a penetrar la oscuridad que a veces trae sorpresas: un vecino que
llega, una entidad de esa dimensión a la que sólo un instinto félido tiene
acceso, una criatura de aguijón y muchas patas. Llego hasta la puerta principal
y olisqueo la abertura que deja debajo, cerca de la batiente el cubrepolvo está
roto y por ahí aguzo mi vista; entonces lo veo, ahí está de nuevo ese gato de
la calle, a la espera de la gris moteada. A pesar del frío, de la
señora que los envenena, de los bípedos que sueltan patadas, firme,
terco, inamovible. Me maravilla y me conmueve a pesar de que yo no puedo saber
qué lo motiva, ni de ese fuego animal que lo consume, no conozco ni
puedo conocer lo que mis esclavos llaman el acto del amor carnal: estoy castrado.
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