La arena bajo la que entierro mis desechos es diferente. No aglutina, y está
conformada por trozos de piedra más que por granos; las migajas húmedas y con
ese horrendo olor concentrado de atapulgita y silicato de calcio me hacen perder
las ganas incluso de comer. Un detalle de esos basta para arruinar el día de cualquiera.
Lo peor es que durará por lo menos una semana antes que sea desechada en su totalidad. Lo que hay qué sufrir.
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