Era la gran
noche, mi compa me había hablado de ella: toda luz se apagaría, incluso la de
las estrellas, solo perduraría una tenue fosforescencia emanada de las plantas.
Era la gran
noche, el apagón me agarró cuando regresaba del trabajo, el celular en la mano
se me murió, la oscuridad se me pegó a todo el cuerpo como una manta húmeda y
no pude divisar nada sino hasta que mis ojos pudieron acostumbrarse a la tenue
luz magentosa. El silencio era igual de sólido, parecía que tuviera dos manos
oprimiendo mis orejas, solo percibía una especie de sonido sordo, como si
estuviera bajo el agua.
Entre la tiniebla
y el silencio me apresuré a casa. Una sola cosa me importaba: mi abuela, mi
madre adoptiva, la mujer que me crio y me entregó su tiempo.
Conforme avanzaba
un sentimiento de tristeza se apoderó de mí, me daba cuenta que, si lo que mi
compa me había dicho era cierto, ya nada sería lo mismo, y toda la humanidad
sucumbiría ante las sombras. "Las sombras" decía, y el terror le
deformaba las facciones. Yo tuve que hacerme una idea de las mentadas sombras a
partir de esas muecas amorfas, porque nunca quiso describírmelas.
El aire se me fue
cuando vi la puerta de mi casa abierta, expuesta sin más a los peligros de la
gran noche. Entré y las lágrimas se me salieron cuando vi a mi viejecita
sentada en el sofá, con su expresión ausente, como en estado catatónico. La
sacudí con delicadeza, le pedí que me hablara, pero no respondió a ningún
estímulo. Y si antes sentía tristeza ahora me doblaba la desesperanza y el
vacío. Mi vieja, la mujer más devota a la virgen, a los santos, la más estricta
observadora de los ritos sacros, no me podía dar el consuelo que necesitaba
entonces. Terminé pues de reafirmarme en mi ateísmo y me senté aterrado junto a
ella, esperando a lo que fuera que el destino hubiese prescrito que cruzara
nuestra puerta.
Un viento comenzó
a silbar afuera e hizo batir las puertas en sus marcos de aluminio; las
ventanas temblaban en sus rieles y mi desconsuelo pasaba de la angustia hacia
el terror. Junto a un olor putrefacto me llegó el rumor de una letanía
incomprensible, mascullada, aguda, abundante en erres violentas, golpeadas,
trituradas entre dientes que adiviné hórridos, afilados de odio. Al cabo mis
ojos pudieron contemplar una figura esbelta, avanzando como a tientas en la
oscuridad. Las fosas de su nariz afilada se henchían, devoraban el aire en
busca seguramente de mi olor. Su piel era completamente blanca, arrugada y
flácida en algunas partes; no tenía ojos ni orejas, pero parecía verme con
claridad en esa la gran noche; me increpaba en una lengua que no reconocí y se
acercaba cada vez con más seguridad. Pronto el tono agudo fue quedando atrás,
la voz se le volvía rasposa y grave a cada uno de sus pasos torpes. El pavor me
venció, me paralizó y comencé a gritar, todo el desconsuelo cabía en mis
alaridos, suplicaba y le pedía a mi abuela que despertara, que me echara una
bendición con sus manos arrugadas y tibias, que hiciera algo para que se fuera
esa horrible sensación de espanto. Pero lo único que logré fue enloquecer a la
criatura, que comenzó también a gritar con una voz infernal, arremedando mis
ruegos, pero a la vez burlándose, ensañándose en mi pena. Así, entre risas y
gritos, llegó hasta el sillón y trepó sobre mí, sostuvo con sus dos garras mi
cabeza y abrió sus babosas fauces, estrellándome sus carcajadas en la cara.
Desde la negrura de su hocico emanó una lengua serpentina, que comenzó a
restregarme una baba apestosa en todo el rostro. A esa altura yo quedé
rebasado, mi conciencia cedió y no supe ya de mí.
Cuando desperté
había "amanecido", parecía un día gris, lleno de niebla, frío. Mi
cabello se había vuelto blanco y junto a mí yacía el cadáver de mi vieja. Tenía
una expresión serena, como si hubiese muerto en paz. Luego de llorar su
pérdida, abrazado a su cabeza nevada, me asomé a la ventana. Oía alaridos y
llanto por todas partes. En las alturas, colgados como cuerpos en la horca,
había mujeres y hombres retorciéndose de sufrimiento. No pude ver de dónde
pendían porque la niebla lo impedía, pero oscilaban gracias a un viento gélido
que lo envolvía todo. Pronto supe que en realidad no había amanecido, la luz
que creí del día emanaba de cuatro fuentes gigantescas en el cielo. Quise
asomarme, sacar mi cabeza por la ventana, pero una especie de muro invisible me
lo impedía. Calculo que llevo el equivalente de un par de días encerrado en mi
propia casa y he caído en la cuenta de que, tal vez, la gran noche no es más
que la invasión de criaturas extraterrestres, que muchos han muerto en el
primer contacto y que algunos otros hemos sido capturados. Deduzco pues que soy
un prisionero marcado por la asquerosa lengua de una criatura sobrenatural para
vaya a saber qué fines. El tiempo y un resto de voluntad apenas me han
alcanzado para escribir estas breves líneas, si alguien las encuentra, sepa que
mi nombre fue…