El Loco - Nuevo Ebook


1
Primera llamada

Adquirí el coche apenas estuve en posición de poder hacerlo. Más por el goce de adquirirlo que por ser un petrolhead. Qué mayor goce para un hombre trabajador, soltero (aunque con novia) y exitoso (aunque ahora terriblemente endeudado). El coche era para mí solo una promesa de lo bueno que vendría después: roadster, llantas BBS, asientos de piel y un motor que tiraba hasta los 180 caballos de fuerza. Por fin había dejado la etapa del cupé viejo y semidestartalado, comenzaba la de un nuevo yo.

            En el feis todo mundo le dio laik a la foto. Personas que ni siquiera recordaba haber agregado me felicitaron y me desearon la feliz resolución de todas mis metas. Hasta mi hermana, que jamás interactuaba conmigo, me dijo que me quería, que cada vez me veía más como el hombre que estaba destinado a ser.

            En el trabajo, por supuesto, no faltaron las envidias, pero eso era lo de menos (quien no sepa lidiar con envidias jamás sobrevivirá un día dentro de una oficina. Eso, mis amigos -diría el Negro- es un axioma). Lo pesado fue que, como mi nueva adquisición hacía un poco sombra al de varios de mis superiores, se me vetó del estacionamiento al que todo empleado, por ser empleado, tiene derecho; ello me obligó desde entonces a buscar parquímetros disponibles en calles aledañas (digo, tampoco es que me sobrara el billete, todo es que era ahora un joven con el alma hipotecada. Una pensión se salía de mi presupuesto).

               Uno de esos malos días iba yo por la carretera nacional, rumbo a Allende, a visitar a los camaradas. A pesar de mis 180 caballos de fuerza nunca me pasó por la mente ignorar los señalamientos de tránsito; de hecho, siempre me ha sacado de quicio que se considere la carretera nacional como pista de carreras. Me desplazaba, pues, tranquilo, por el carril de la derecha, disfrutando del paisaje, sin prisas. No falta, claro está, el loco que usa los carriles para incorporarse como carriles de alta velocidad, esa gente que quiere rebasar siempre por la derecha a pesar de tener libre el de la izquierda. Pues un individuo de esos, que conducía un coche similar al mío, se me pegó a la parte trasera y me echaba las altas, visiblemente molesto.

            Tampoco soy yo de mecha corta, mis amigos; he de decirles que tengo bastante paciencia para con los patanes y pendencieros del volante, por ello simplemente lo ignoré y seguí avanzando a 50km por hora, el límite establecido para el carril de baja. En ese tramo todas las vías estaban disponibles, bastaba que me rebasara como debía ser, por la izquierda, pero el tipo se empecinó en sacarme de en medio, en hacer que me moviera a un lado o que acelerara para poder él pasar. A su terquedad opuse yo la mía de ignorarlo y seguir a mi ritmo. Ya a la altura de El barro escuché cómo rayó llanta, hizo luego una maniobra a lo rápido-y-furioso para rebasarme y me cerró el paso. Tuve que frenar en seco.

             El sujeto que bajó del “bólido” era blanco, de ese blanco que es como que jamás-tocado-por-el-sol. Traía la camisa desabotonada, mostrando un pecho semi velloso; tenía una barba incipiente en el rostro y el cabello negro ensortijado. La visión de un junior energúmeno, un currutaco maledicente y enrojecido de ira. Yo ni siquiera me tomé la molestia de encabronarme, lo veía desde dentro sin hacerla de tos. El individuo me fisgoneó, luego miró mi coche, me volvió a fisgonear y volvió a ver el coche, entonces como que se calmó. Del suyo bajaron dos chicas, (disculparán la incorrección política y lo irrelevante del comentario, pero igual lo diré: hermosas ambas), le dijeron que ya estaba bien, que no valía la pena pelear puesto que nada había pasado. Pero el tipo apoyó ambos brazos en la puerta de mi coche y me calvó la mirada. Yo se la sostuve y, no se me va a olvidar esto:

            ­–Me debes una satisfacción, compare.

            Me dijo con toda la calma del mundo, ya sin el color rojo en su rostro. Las chicas que venían con él hicieron una exclamación de fastidio, como si el acto no fuese la primera vez que sucedía y como si ya estuvieran ellas hartas de esas babosadas. Se metieron al coche a la vez que él sacaba una libretita del bolso trasero de su pantalón, anotó algo con una pluma que venía prendida a él, lo arrancó y lo pegó con saliva en mi parabrisas.

            –Hay dos testigos, compare. Estas formalmente comprometido a responderme.

            Dicho lo cual se fue, haciendo un ademán ridículamente cortés.


 

 

2
Segunda llamada

Por la noche, en casa, que es un cuarto que rento en la Vista Hermosa, llamé a mi novia. Me preguntó por el Filemón (que es mi amigo, mi confidente, mi perro mestizo; un callejero que adopté hace algunos años); preguntó por mi mamá (que siempre me pasa una receta nueva); y se sorprendió de que mi hermana reaccionara y comentara en mi feis. Luego de todo ello le hablé del junior loco, y terminamos convencidos de que lo mejor era que no había pasado nada. En realidad, fue todo un diálogo intrascendente, hoy más que nunca creo que con el único con quien puedo comunicarme es con el Filemón, no hay más, y ya verán por qué, mis amigos. Apenas corté la llamada con mi novia, entró otra, era mi hermana. Ella me preguntó por el coche, que qué tal se sentía; me preguntó si no me habían ofrecido un ascenso en el trabajo y me comentó que ella y su marido estaban a nada de su segundo viaje a Europa, que en esta ocasión sí visitarían Roma. Yo estaba perplejo por su repentino interés en mí, por su repentina cháchara, pero lo que siguió fue el primer golpe que recibió mi hasta entonces cabal sentido de realidad.

            –Supe lo del incidente.

            No me dio tiempo siquiera de formular yo la contra pregunta <<¿Cuál incidente?>>. Porque me soltó con aún más elocuencia que al hablar de su viaje una perorata moral y de supuestos principios regiomontanos: que primero que nada era necesario que yo supiera la responsabilidad que pesaba sobre mí por ser un Sauces, que todo hombre norteño de bien tenía dos cosas que debían ser sagradas, la hombría y la palabra; que no bastaba con ser un buen ciudadano sino que debía parecerlo (¿?); y pues para no hacer largo el cuento mencionó que cómo se me ocurría haber ofendido al joven del Chipinque; que no me había comportado como un Sauces entonces, pero que aún había una buena oportunidad de demostrar que era un Sauces. No me había repuesto yo de la ofuscación cuando sentenció.

            –Ni se te ocurra no contestarle. Que ni se te pase por la cabeza siquiera la posibilidad de sordearte.

            Apenas iba yo a decir cualquier cosa cuando concluyó: <<lo que tengas qué decir lo escucharé cuando sepa que la familia no quedó deshonrada por ti>>. Y claro, le colgué. Años sin saber de ella salvo por las redes sociales, luego un comentario en el feis y de repente una llamada regañona y extraña, ¿Era en serio? Supuse que mi hermana habría desarrollado algún trastorno mental, de esos como el de bipolaridad, o demencia; confieso que sentí un poco de remordimiento, pero no tanto como para regresarle la llamada. Ya al final, repuesto de la sorpresa, pensé en la rapidez con la que circulan las noticias más irrelevantes en este rancho: no habían pasado ni 24 horas y ya mi hermana estaba al tanto de los pormenores de lo que bien llamó “el incidente”.

            El papel que me dejó el joven del Chipinque lo habíamos comentado con sorna en Allende mis amigos y yo. Era un número de teléfono y el nombre de un lugar, El potro cimarrón. Aunque los muy canallas se guardaron de decirme todo el rollo que estaba detrás de ese gesto de tránsito de parquímetros, de satisfacciones y deudas de “honor”. Hoy sé que me dieron la espalda justo esa tarde, la última en que fui recibido en el grupo. Total. Mi perro y yo convenimos en llamar en adelante al joven del Chipinque Elcimarrón. En nuestros paseos le decía a Filemón que habíamos de tener cuidado cuando meara un poste, no fuera a ser que Elcimarrón nos pusiera una multa; o que no ladrara tan fuerte, porque Elcimarrón. Mientras recogía yo su mierda para depositarla en la bolsita le decía <<estás formalmente comprometido a responder por esto, Filemón, testifican las cámaras de seguridad de la iglesia>>.

            Para mí todo quedaba ahí, pero.

            A los pocos días, en la oficina, se acercó uno de mis iguales-superiores a mi cubículo. Ya saben, los iguales-superiores son los que tienen la misma responsabilidad que uno, el mismo sueldo, pero como le hacen la barba a la jefa o al jefe y le sirven de espías, pues de pronto tienen menos responsabilidades y un airecillo de te-puedo-chingar-si-quiero. El Gera, pues, se acercó a mi cubículo y así de golpe me preguntó que si sabía que podía morir: <<¿Sabes que puedes morir, bato?>> asomado por la parte de arriba del panel separador.

            –Ese mai está entrenado en la lidia ¿Lo sabías? –insistió.

            Yo me recargué en mi silla, puse la mano en la barbilla como el pensador y dije para mis adentros <<¿es neta?>>. Pero el Gera leyó en mi mirada seguramente algo como, tengo miedo, dime más. Porque acto seguido arrastró una silla a mi cubículo, se sentó y:

            –Mira, bato. A esos morros los entrenan en la lidia. Todo mundo en Monterrey sabe eso. Saben pelear cuerpo a cuerpo y dónde pegar para noquearte de un trancazo, cuando no para dejarte tieso de un trancazo.

            Gera se recargó en su silla y puso como yo la mano en la barbilla, ahora hablaba para sí mismo, con la mirada perdida, absorto en sus reflexiones:

            –Aunque bueno, los educan para pelear en terrenos propicios. La neta sus contrincantes no tienen ninguna posibilidad cuando los enfrentan, porque dicen que todo es como faramalloso, más un ritual, como una escena montada, mai, has de cuenta la lucha libre.

            Luego, volviendo de su cavilación, otra vez mirándome a mí.

            –Tú tienes la ventaja de que no sabe cómo vas a reaccionar, tú eres un enigma para él y estás mamado.

            <<¿Es-ne-ta?>> Pensaba yo monotemáticamente.

            –Bueno, en todo caso, déjame decirte que yo te apoyo –Concluyó tocándome en el hombro antes de salir de mi cubículo.

            Había yo escuchado antes la frase: Monterrey es un rancho, pero creí que se decía nomás por decir. Pensaba que la posibilidad de toparte con alguien conocido a la vuelta de la esquina se debía más a una especie de destino misterioso que al hecho de que Monterrey fuese un rancho; y que eso podría suceder en cualquier ciudad del mundo, la menos rancho que se les pueda ocurrir, mis amigazos. De nuevo quise olvidar el asunto, por inverosímil que ya me estaba pareciendo, por más que ¿La lidia? ¿Entrenado para matar? Ese Gera aparte de chismoso resultaba ser un conspiranóico. Pues resulta que no tanto. Al terminar mi turno esa tarde, al salir de la oficina, me encontré con dos tipos en actitud abiertamente provocadora. Uno de ellos estaba sentado sobre el cofre de mi coche, apoyando sus pies en la defensa, el otro recargado sobre el parquímetro. Ambos me clavaron la mirada y no ocultaban una sonrisa burlona que me desquiciaba. Era gente de Elcimarrón. Estaban ahí para saber por qué no había contestado. Pero, comentaban entre ellos, eso era más que obvio dado que yo no era más que un empleaducho de undécima con un coche de primera. Qué podría saber yo de honor, o de satisfacciones, de dignidad y orgullo y demás. No entendían como se había podido equivocar tanto su patrón, si se me veía a leguas la clase. Pero, en fin, el compromiso estaba ya dispuesto y era una responsabilidad ineludible cumplirlo (sic). Luego de amenazas y algunos conatos de golpes me dijeron que era la segunda llamada, y que más me valía que fuese por las buenas. Nomás por aquello de que hubiese yo perdido el primer papel (supuse) uno de ellos sacó otro y de nuevo lo estampó en el parabrisas de mi carro. Se fueron entonando una mansalva de improperios hacia su servidor, que se quedó de brazos cruzados, masticando a su vez lo propio. Vi el papel y la rabia se me desbordó, lo arrugué y lo hice trizas y lo arrojé al cesto de basura y tiré des tres patadas y manotazos al aire ¿Qué le pasaba a esa gente?  ¿Estaba todo el mundo loco? ¿De dónde salía toda esa estupidez repentina? No me iban a convencer, no iba yo a pelear con nadie por nada, y menos por un asunto en donde resultaba que el agraviado era yo. Una disculpa es lo que merecía en vez de toda esa cascada de mierda.


 

 

3
Tercera llamada

Ello había subido un poco de nivel el asunto, más aún yo estaba decidido a dejar que todo pasara sin mover un dedo. Bravuconadas de un mirrey, pensaba, un nuevo incidente haría que pronto pusiera la atención en otra víctima de sus caprichos de reyezuelo. Pero pensaron bien, mis amigos; el asunto apenas y estaba agarrando vuelo. Habrían de conocer ustedes a mi suegro de entonces. Un hombre chapado a la antigua, entusiasta practicante de la quema de carbón dominical (en buen regiomontano esto es la carnita asada familiar de fin de semana). Serio como nadie, pero serio de callado. Frente al asador era nomás ese señor y su música, daba la sensación de que era como un rito sagrado. Aparte del quiabido y del ta bueno el calorcito y del jálate una silla, el ruco no decía más. Pues ese domingo, inmediato al del incidente, luego del quiabido y el jálate una silla, sucedió una irregularidad: se metió a la casa y salió con una cajita de madera bien mona, me la dio y continuó asando la carne.

            –Eso te va a servir, padre –dijo sin quitarse el cigarrillo de los labios.

            Dentro de la cajita había una pistola, un revolver para ser exactos. <<Ah jijo>> no se si dije o pensé, <<¿y esto?>> eso sí lo dije sonoramente.  

            El ruco volteó y me miró y la verdad es que no sé qué traía en la mente. Su expresión no decía nada. De ese silencio incómodo nos sacó el negro, al que ya aludí antes. Era mi cuñado. Una buena persona, aunque con un aire de listillo. De todo tenía siempre qué decir algo como, “eso lo introdujeron los franceses en el año de…” o “los griegos fueron los primeros que…” o, “como dijo alguna vez Borges…” No sé si me explico. El caso es que tiró tremenda risotada y por primera vez me fascinó escuchar su <<eso no se usa desde el siglo no sé cuál, cuando triunfó el bando liberal y dejó esto de ser Nueva España para ser México; desde entonces y hasta hoy es la justa cuerpo a cuerpo>>. Ya que agradecí dentro de mí que me salvara del ruco intuí que sería la única persona cuerda a la que podía recurrir en medio de todo ese quilombo idiota. Y pues resultó ser que sí, que al parecer sí había un culto denominado la Lidia y que si el joven del Chipinque formaba parte de él pues no las llevaría precisamente de ganar conmigo, porque en la lidia supuestamente preparaban al “matador” para ponerlo en frente de un peleador que no tenía oportunidad; pero lo mío no tenía nada qué ver con la lidia:

            –Lo tuyo es un duelo, eso sí existe y se juega el honor el morro, sólo consíguete un buen padrino.

            Ante mi pregunta de qué era eso de la lidia el Negro simplemente agregó:

            –Tú ocúpate de buscarte un buen padrino, a veces se valen de eso para tener ventajas en el duelo. Un padrino es como un abogado, si no sabe mirar bien por una batalla justa te la van a terminar metiendo.

            –Pero… –iba a agregar algo justo cuando salió mi novia y me llevó a la calle. Resultaba que la habían llamado muchas personas a las que respetaba mucho (incluida, ya no me sorprendió tanto, mi hermana). Le asustaba que me hubiera metido en un asunto tan peliagudo para ella (sic); toda la tarde lo había estado pensando, ¿cómo se me había ocurrido molestar a esa gente?; ¿Sabía de las consecuencias que eso le estaba acarreando a ella?; ¿Podía ser yo por lo menos un poco más empático?; ¿Es que no tenía idea yo de la responsabilidad que pesaba sobre nosotros en esa etapa de nuestras vidas?, eran nuestros mejores años (sic); lo más prudente iba a ser que nos diésemos un tiempo, era necesario que todo se arreglara antes de poder seguir adelante en nuestra relación, porque ella no estaba jugando, para ella lo nuestro era en serio y en esa entrega a fondo de sí misma veía ella la diferencia entre los dos: yo seguía siendo un niño inmaduro, incapaz de entregarme de lleno a nada.

            Ninguna palabra me valió para siquiera tratar de aclarar quiénes y por qué y… Me dejó en medio de la calle, aplicando una dramática media vuelta que equivalió a un portazo en las narices. Ahora sí las consecuencias del mentado incidente estaban llegando demasiado lejos. Me dolía mucho separarme de ella. Regresé a casa hecho un zombi, en piloto automático. Luego de esa escena desagradable los amigos y familiares también se me comenzaron a sordear y eventualmente me convertí en una persona solitaria. El mundo, la realidad tal cual la conocía se me estaba desmoronando. Busqué en la web y hasta en algunas bibliotecas cualquier referencia a esa jalada de la lidia, pero nada, ni un rastro de ella. Eso sí, encontré un montón de páginas web que hablaban acerca de los duelos, de las ordalías, cosas tan remotas en el tiempo que me pareció increíble que aún se practicasen. ¿Cómo era posible tener toda la vida viviendo aquí y ser el único que no sabía absolutamente nada acerca de esas burradas? ¿Acaso la civilidad no había penetrado aún en Monterrey? ¿Servía de algo la palabra para poder entendernos sin necesidad de violencia? <<La palabra, lo único que un regiomontano tiene aparte de su hombría>>, recordé. Carajo, todo estaba realmente <<peliagudo>>, insistí en recordar. Pero un resquicio en mi cerebro aún permitía la entrada de la única luz que me movió entonces: no iba a ceder, no le iba a dar el gusto a nadie, aunque me convirtiera en el paria del mundo no contestaría al absurdo y arbitrario llamado de un güerquito mimado: Elcimarrón y todo su séquito de cortesanos medievales se podían ir rotundamente a la chingada.  

         Ya había resistido la primera y segunda llamada, supuse que la última eran todos los mensajes soeces que recibía en mis cuentas de correo electrónico y redes sociales a diario, junto con el abandono en que me vi por parte de los que supuestamente me querían. Con todo y todo, aun me daba risa la energía que invertía Elcimarrón en toda esa sarta de estupideces. Una buena tarde, sin embargo, al regresar del trabajo y prepararme para la caminata nocturna con el Filemón, noté en el suelo unas gruesas gotas de sangre. Pensé que el viejo (porque está ruco mi perro) podría haberse herido alguna pata y lo busqué inmediatamente. Casi se me salieron las lágrimas de coraje al verlo en un rincón del depa, enroscado y tembloroso, con tres banderillas de colores clavadas en su lomo. Esa era la tercera llamada. Y sí, había despertado la parte más bestia de mí mismo.  


Disponible aquí

oficinista en pose de pelea


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