Daniela se detuvo a la altura de Sopladores, bajo el sol cenital de agosto, abrasador, nocivo. Eduardo la conminó a no quedarse ahí, podían concluir su asunto a la sombra de las enormes chimeneas de hierro. Luego recordó que ella se mordía la mano cuando le dolía la cabeza, o cuando le ponían una inyección, o cuando los cólicos. Esa tarde le ardía el alma.
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