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El caso del anciano y su nervio X - un cuento corto detectivesco

Le gustaba a David dárselas de investigador. A diario, luego de cumplir con sus responsabilidades académicas, salía de casa en búsqueda de casos que requirieran una solución. No era malo, a menudo solía cumplir con su cometido. Consta en la espalda de aquél anciano de la casa de asilo que gritaba auxilio siempre a eso de las 8 de la mañana, desde una mecedora en el pórtico. Los vecinos ya estaban acostumbrados, algunos otros que por ahí pasaban a diario también se acostumbraron, y a menudo algún transeúnte esporádico que no tenía idea de que aquello era un asilo lleno de chiflados, como condenaban los que lo “sabían”, preguntaba:
- ¿Le puedo ayudar en algo señor?
Pero al parecer lo único que el anciano “chiflado” sabía decir, gritar, era eso: Auxilio. Así que por toda respuesta recibía el transeúnte más desconcierto hasta que una enfermera aclaraba:
-No se apure, todo está en orden -Denotando a las mil- el viejo está chiflado.
-Ah -culminaba el transeúnte para proseguir su andar.
El instinto inquisitivo de David por supuesto nunca lo dejó caer en el engaño, su voluntad se cimentó en un hecho que estableció categóricamente desde el momento en que oyó aquella voz cavernosa: el viejo está sufriendo. Se ofreció como voluntario para leer novelas a los ancianos de aquella casa y con el tiempo pudo constatar que el anciano en cuestión era en realidad un individuo feliz, aunque taciturno. Al principio una de las enfermeras, aparentemente más enterada que las otras, quiso aclarar con más certeza la situación:
-El anciano es un lunático.
Porque de una apacibilidad de vegetal, esto era un hecho, pasaba a ese estado exaltado en que los dedos se le retorcían de ansiedad, el rostro se le desfiguraba en una variedad de muecas elásticas, los ojos se le querían salir de las cuencas y, ya se sabe, su voz articulaba el estribillo que lo caracterizaba: auxilio.
-Ah, entonces no nada más es a las 8 de la mañana.
-No, ya te lo dije, el viejo es un lunático.
David se las daba de investigador. Era un adolescente promedio, su coeficiente no hacía de él una persona particular. Vaya, pues, que ni siquiera quería ser doctor. Le bastó ese instinto que lo debelaba casi como el dolor de espalda a todo el viejo cada que una nota de 4 vibraciones por segundo zarandeaba imperceptiblemente al nervio X de su columna octogésima para resolver el caso.
La vida es en verdad maravillosa, y la casualidad una ventana para contemplar sus portentos. Que cada ser humano es semejante al prójimo es evidente; que cada uno es un mundo se ha dicho siempre; la variedad de los organismos y sus funciones, susceptibilidades y fortalezas queda claro que es infinita.
El arquitecto que diseñó aquel pabellón que ahora sirve de asilo no pensó jamás en las corrientes de aire que se forman en aquella coordenada del mundo. Los ingenieros se limitaron a un esquema preestablecido para llevar a cabo no sólo el pabellón, pero todo el complejo de casas que conforma a la colonia. Las enfermeras por su parte nunca imaginaron, es cosa de “chiflados”, que una toalla pudiese causar tanto dolor; de hecho, nadie hubiera podido imaginarlo.
Un pasillo principal atraviesa el asilo desde la entrada hasta el patio. A sus costados se encuentran las habitaciones que sirven de dormitorio a los ancianos, de cocina y pertrechos a las enfermeras y oficinas a los administradores. También hay un baño general para los invitados, y justo a un lado de la puerta a éste, un lavabo, y en aquellos días, pijada a la pared una barra donde nunca faltaba una toalla para secarse las manos.
El misterio se va esclareciendo: las corrientes de aire en aquella coordenada del mundo se filtran de tal manera por el patio del asilo que al atravesar el pasillo principal necesariamente, en aquellos días, movían la toalla sobre el lavabo, la movían provocando una nota de 4 vibraciones por segundo. 

Puedes leer el final de este cuento en Ni tan ficciones

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El caso del anciano y su nervio X - un cuento corto detectivesco

Le gustaba a David dárselas de investigador. A diario, luego de cumplir con sus responsabilidades académicas, salía de casa en búsqueda de casos que requirieran una solución. No era malo, a menudo solía cumplir con su cometido. Consta en la espalda de aquél anciano de la casa de asilo que gritaba auxilio siempre a eso de las 8 de la mañana, desde una mecedora en el pórtico. Los vecinos ya estaban acostumbrados, algunos otros que por ahí pasaban a diario también se acostumbraron, y a menudo algún transeúnte esporádico que no tenía idea de que aquello era un asilo lleno de chiflados, como condenaban los que lo “sabían”, preguntaba:

Mi encuentro con... ¿el Enemigo?

Acompañé a mi esposa a escuchar la misa del primer día del año. No soy creyente de ninguna religión, pero guardo reminiscencias de la educación católica que tuve desde niño. Conceptos como cristo o diablo aún tienen su peso en los escombros que constituyen la demolición de mi sique.
Tuve ganas de ir al baño, salí al atrio de la iglesia y pregunté a un morro en donde estaban los retretes. El compi me dijo que justo a la vuelta, a un costado de la iglesia: "pasando la última puerta abres el barandal y entras".
Seguí las instrucciones y nada. El barandal que me dijo estaba cerrado con candado y no parecía estar habilitado desde hacía tiempo. Decidí preguntar de nuevo. Justo entonces apareció él.
Un señor de algunos cuarenta y tantos años, del tipo rudo: bigote espeso, moreno, de hablar norteño y fuerte. Adivinó mis motivos:
-Están haciendo remodelaciones, los baños están a la vuelta, tienes qué rodear toda la iglesia ¿sí me entiendes?
Le agradecí y le dije que sí, di media vuelta. Luego insistió.
-Hasta el otro lado de la manzana ¿sí me entiendes?
Se me hizo rara su insistencia, pero volví a asentir. Y propuso como quien acepta hacer algo con fastidio y por obligación.
-Mira, si quieres te guío.
-Nombre, no hay necesidad, señor. Yo los busco –dije.
-Yo te guío, al cabo tengo tiempo.
Asentí, después de todo sería fastidioso andar preguntando en dónde quedan los baños. Pasamos por una puerta que daba acceso a una torre.
-Mira, ahí puedes venir cuando quieras, a vivir –me dijo.
Yo miré y no agarré onda. Volví a mirar y noté que justo arriba de la puerta una leyenda rezaba: camino al cielo.
-Ahí puedes vivir a gusto ¿sí me entiendes? –insistió.
Entonces comprendí, era el acceso a los osarios de la iglesia.
-¡Ah! –Exclamé- Pues no soy parte de la iglesia, no sé qué se requiera para descansar ahí uno sus cenizas.
-Una lana ¿sí me entiendes? Pero lo mejor es bajo el pasto. Aunque sólo Dios sabe. Yo ando pa arriba y pa abajo, por toda la república, quién sabe dónde vaya a terminar yo –me compartió.
-¿Trabaja aquí en la iglesia? –interrogué distraídamente, sin entusiasmo, sin interés, buscando hacia adelante los baños.
-Trabajo de transportista, ando en todas partes. Soy como el diablo.
En este punto lo miré, creí que bromeaba, pero en su cara estaba toda la seriedad. Me extrañó de hecho tanta seriedad.
-De repente me aparezco ¿sí me entiendes?
Aquí no supe qué contestarle. Y comencé a pensar que el tipo estaba chiflado; o peor, que era un criminal que me quería raptar para quitarme los órganos. La violencia e inseguridad de los últimos años también están ahí, junto a cristo y el diablo, en los escombros que constituyen mi sique.
-Ahí están los baños –señaló.
Reconocí el lugar, un salón que es parte de la iglesia, muchos años atrás nos tocó a mí y a unos amigos asistir ahí a una kermese que organizó la parroquia. Mucha gente entraba y salía con la premura del que quiere desahogar sus riñones. Me tranquilicé y dije gracias.
El ñori se fue y pensé para mis adentros: <<Si así fuese, que ese señor fuese el innombrable, el enemigo de cristo y de la iglesia, entonces es un tipo muy amable>>.

Mi encuentro con... ¿el Enemigo?

Acompañé a mi esposa a escuchar la misa del primer día del año. No soy creyente de ninguna religión, pero guardo reminiscencias de la educación católica que tuve desde niño. Conceptos como cristo o diablo aún tienen su peso en los escombros que constituyen la demolición de mi sique.
Tuve ganas de ir al baño, salí al atrio de la iglesia y pregunté a un morro en donde estaban los retretes. El compi me dijo que justo a la vuelta, a un costado de la iglesia: "pasando la última puerta abres el barandal y entras".