Si me lo hubieran contado no lo creería. Pero me sucedió a mí y ahora no puedo negar que exista.
La colonia es una de las periféricas al centro de Monterrey, cerca del parque fundidora. Yo tenía viviendo ahí poco más de un año, entre vecinos de avanzada edad, en un ambiente tranquilo y hasta solitario. Mi relación con los habitantes de esa calle nunca fue más allá del saludo amable y charlas acerca del clima.
Todos eran muy reservados, pero nadie como Doña Elenita, que tenía un hermoso jardín en donde las demás casas tenían la cochera. Helechos, Sábila, Geranios, de todo parecía cultivar ahí la solitaria ancianita. Dedicaba especial cariño y atención a unas flores extrañas, de muchos colores, que crecían a lo largo de una jardinera de concreto ubicada junto al muro del edificio contiguo.
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Nunca supe el nombre de la variedad de esas florecillas; muy bellas, por cierto.
La primera vez que escuché al panadero me dio risa la melodía. No era la típica de El panadero con el pan de Tin tan, ni la del “Oso polar” de Massore, muy común en los fraccionamientos de la parte norte de Monterrey; era un bolero del año del caldo, me recordó a la versión de “Si tú me dices ven” de los Panchos, pero hablaba de Pan y a una sola voz grave. El estribillo decía algo así:
“Si tú quisieras, ah
Si tú pudieras, ah
No faltaría en tu mesa el pan”
Cuando salí se escuchaba aún la melodía, pero no veía al panadero, tal vez andaría en la cuadra de atrás, pensé. Esperé un rato y al percibir que la canción se alejaba me metí a casa.
La segunda ocasión yo cerraba la puerta de la calle cuando pasó. Iba en un Chevy malibú negro, del 80 (mi abuelito tenía uno de esos), con un altavoz viejo en el techo. El conductor era un hombre de algunos 60 años, moreno y con unas ojeras bien marcadas; traía una camisa a cuadros bien ochentera y me pidió la fecha. Yo le contesté que era 20 de marzo de 2016, y cuando le pregunté por la variedad de pan me dijo que ya no le quedaba.
La tercera ocasión tampoco traía pan, y me volvió a preguntar por la fecha, pero agregó con una mirada triste: “yo vivía aquí antes”, “yo vivía por aquí”.
Muy raro el hombre.
Luego de algunos días pasó su competencia, el que trae la canción de Tin tan. Al salir ya estaba ahí Doña Elenita acaparando las yolandas. Luego de saludarla, y mientras esperaba mi turno, pregunté al señor panadero si conocía a su colega del Malibú negro. Le di seña de cómo vestía, la canción con que se anunciaba y que nunca traía pan. El Don no tenía idea, según él su única competencia era la Suburban que traía la del Oso polar en el altavoz, pero ese no pasaba por ahí. Lo extraño fue la reacción de Doña Elenita, que me peló los ojos y dejó de escoger su pan. Me miraba como esperando a que dijera yo algo más.
—¿Usted lo conoce? —le pregunté.
Doña Elenita no me contestó; sacó su monedero, pagó y se fue sin despedirse, parecía hasta molesta. El Don y yo nos miramos perplejos ¿Cómo íbamos a saber las razones macabras de la viejecita?
Después de ese encuentro no pude conciliar el sueño durante muchos días. Me despertaba en la madrugada siempre con la sensación de ser observada por alguien, sentía una presencia hostil que atribuí a pesadillas, ansiedades y pensamientos obsesivos. Mi trabajo es muy demandante y ya había pasado antes por lapsos de agobiador insomnio. Cuán equivocada estaba.
La madrugada del 15 de junio me desperté ante una escena horrorosa: Doña Elenita se trataba de meter por mi ventana con un cuchillo cebollero en la mano; ya con medio cuerpo adentro, una de sus piernas pisando mi cama, me dirigió una mueca poseída de odio. Me maldecía y juraba que iba a acompañarlo, que no tardaría mucho en estar con él.
No entendía yo nada, simplemente me levanté y corrí por el pasillo hacia la puerta de salida. Era tal mi terror que di con mi hombro en el filo de un muro y caí, golpeando con mi cabeza en el suelo. Si no perdí el conocimiento fue seguramente por la adrenalina. Volteé mi cuerpo y pude ver en la oscuridad, con mucha dificultad, la silueta de la anciana que se aproximaba, con un brillo en los ojos que en esa penumbra no sé de dónde le venía. De puta no me bajaba e insistía que “ya lo iba a acompañar si quería”, y que “el secreto sería de los tres”. Yo seguía sin entender nada. Hice un último esfuerzo y me arrastré hasta el sillón pegado a la ventana principal, quería gritar hacia afuera a quienquiera que pudiera ayudarme. La anciana me alcanzó y con el cuchillo empuñado alzó ambos brazos, estaba a punto de dejarlo caer sobre mí cuando se escuchó afuera la melodía del pan, la del Malibú.
Yo estaba aterrada, cubriéndome con las manos el pecho, donde pretendía la vieja clavar el cuchillo, pero a ella pareció congelarla el sonido de la canción.
“Si tú quisieras, ah
Si tú pudieras, ah
No faltaría en tu mesa el pan”
De pronto comenzó a gritar, arrojó su arma a un lado y se arrancaba los cabellos de desesperación, se levantó y comenzó a golpear la puerta, quería salir, pero estaba cerrada con llave. “Que se largara”, gritaba, “que se largara con su canción infernal”. Y yo no alcanzaba a salir de mi estupor; veía, pero no veía la silueta del coche a través de la ventana, o el megáfono en el techo; oía, pero no oía el griterío de la anciana, los golpes contra la puerta ni la melodía del panadero cada vez más rebajada, casi diabólica. Por fin me sacó del shock la asfixia que comenzó a padecer la vieja, perdió el equilibrio y cayó al suelo, con sus manos presionándose el pecho, como queriendo sacarse algo de ahí adentro. Percibí que la respiración le faltaba y mi instinto me obligó a tratar de ayudarla, marqué al 911 y salí para pedir auxilio, pero a esa hora no había nadie despierto y el panadero se había esfumado.
Fue la hora más larga de mi existencia, al fin llegó una ambulancia que se llevó a la anciana aún con vida. El horror había terminado, pero quedaron un montón de dudas.
Puedes encontrar el cuento completo en Ni tan ficciones
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