Los buenos parroquianos - un cuento de suspenso y acción

Mi noche de terror comenzó a la mejor hora para mí: a las 7pm, justo al salir del jale. Sabía de casos en los que choferes de Uber o Didi o de taxis atracaban o trataban de secuestrar a sus pasajeros, pero la neta nunca pensé que me tocaría a mí. Aunque, de hecho, lo que me sucedió no fue un secuestro, más bien una estupidez del conductor… Y mía, hay qué decirlo.
El uber me recogió justo en mi trabajo, sobre la avenida fundadores, cerca del parque para perros Rufino Tamayo. El flaco, que pasó esa noche a mejor vida, no era diferente a cualquier otro conductor con el que me hubiera tocado viajar antes, lo único fue esa decisión de tomar un atajo para rodear el congestionamiento de Río Nazas. Ya que lo pienso digo, a quién chingados se le ocurre. Aunque bueno, debo también admitir que yo le dije que sí, que lo que fuera con tal de avanzar más rápido.
Nos metimos por una diagonal que fue a dar a una calle inaccesible por un megabache que la abarcaba a todo lo ancho. Dicho sea de paso, si no hubiera estado ahí ese pozo el flaco estaría ahorita chingándole en su uber y yo contando otra cosa. El pedo fue que tuvimos que dar vuelta en una callejuela estrecha y a medio pavimentar; yo le dije que sí, que el mapa me marcaba una ruta alterna por ahí y que no había pedo, llegaríamos igual.
Toda la colonia, que no sé cómo se llama, esa noche parecía un pueblo fantasma, como si hubiera toque de queda. Ya a mitad de la callejuela por donde íbamos lo percibimos, estaba todo solo, oscurísimo, las farolas y focos de las casas apagadas. Le dije al buen compa que qué pedo, has de cuenta de madrugada, pero eran apenas como las 7:30.
A unos metros vimos un grupo de gente, o más bien sus siluetas porque apenas y se distinguían formas, el flaco echó las altas y notamos que eran unos batos que platicaban en la calle, en ese rato como que me reconfortó ver más gente, pero cuando se pusieron en medio del camino para evitarnos el paso y sacaron las pistolas pues ya se imaginarán. De nada le sirvió al flaco meter la reversa porque ya tras de nosotros una troca ocupaba el paso.
Se nos dejó venir, mentando madres, un greñudo con brazo enyesado. Nos gritaba “aquí van a valer verga, cabrones”. El flaco reaccionó demasiado rápido: para nuestra mala suerte a la derecha había un baldío que daba al río y le metió por ahí. A esa altura ya nos la estábamos rifando machín en todos los sentidos, el versa saltaba por lo gacho del terreno y ya se me hacía que nos atascábamos si no fuera porque el flaco (para su total desgracia) era bueno al volante, hizo dos tres maniobras entre la maleza y dimos a la orilla del río, por donde luego pudimos virar hacia una brecha llena de basura.
Al chile Monterrey está lleno de lugares que uno nunca se imaginaría ahí. A lo mejor ayudaba a eso que todo lo percibíamos nada más iluminado por una luna ralilla en el cielo, y que el flaco y yo íbamos como en trance por el miedo, apurados nomás por avanzar, aunque ni sabíamos a dónde. Estábamos como en medio de un valle, rodeado por lomas llenas de casas a medio construir, con techos de lámina y varillas de fuera en todas partes. Si no supiera que a ese lugar llegamos luego de desviarnos de Río Nazas, la neta no sabría en qué rincón del mundo nos encontrábamos.
Anduvimos un buen rato, haciendo camino entre los arbustos, la basura, y ascendiendo de a poquito la ladera. Ya no había casas, puro matorral y árboles chaparros. Y pues a huevo, ya que la sangre nos volvió al cerebro supimos cuán pinches habíamos valido verga. En medio de un terreno hostil hasta la madre, de noche y sin señal en el celular.
Lo único que se nos ocurrió fue seguir dándole, ambos imaginamos que, si no quedábamos atascados en el cerro, probablemente saldríamos a una brecha que nos acercaría a la indepe, a esa altura chance y al túnel o por ahí, la neta ni el compa ni yo sabíamos qué pedo, si íbamos o veníamos. Para que entiendan, ni en la vista de satélite del maps viene esa parte, o por lo menos nada que se le parezca desde las alturas.
Doblamos un recodo antes de dar con la que sería la tumba del flaco. Escuchamos música grupera y vimos un resplandor de luz amarilla a lo lejos, también notamos que olía a carne asada. El flaco dudó de si avanzar, decidimos medio esconder el carro entre unos arbustos y acercarnos a pie para ver si pedir ayuda ahí o mejor alejarnos. Lo que ahora pienso que fue otra grandísima pendejada. Pero la cosa es cómo piensa uno cuando le están pasando las cosas. Para un humilde godín como yo, al que en la vida todo era siempre promesa de que no había pedo, esa debía ser la parte de la noche en que llegábamos a un lugar seguro. Hasta me imaginaba con una cerveza en la mano mientras un buen parroquiano me palmeaba la espalda para espantarme el miedo que me tenía bien estúpido.
Nos acomodamos detrás de un risco gigante y miramos hacia el lugar iluminado. Las señales eran las correctas, o debían ser las correctas: era una especie de quinta muy bien construida, con asador y chimenea y una alberca no tan pequeña. Los “parroquianos” en cuestión eran un gringo que medio hablaba español, un cura (por la sotana más que nada), y un güero que se veía a todas luces de lana.
Se veía gente bien, pues. El flaco y yo supusimos que sin querer habíamos dado a una zona pudiente. No dudamos en acercarnos, o mejor dicho tratar de acercarnos porque alguien nos cayó por atrás justo cuando nos alejábamos de la peña; ¡PUAC! y todo quedó negro.
Yo creo que fui el primero en recuperar la conciencia, estaba amarrado a un poste, sentado en el suelo y con una bolsa negra en la cabeza. Reconocí las voces de “los parroquianos” de antes. Seguían hablando como si nada, echando chelas con música de Lalo Mora, preguntándose cómo habíamos llegado hasta ahí sin ser detectados. Uno de ellos dijo de mí, en un español mal pronunciado: “ya despertó el gordo”. Otra voz muy suave, como pidiendo un favor con mucha piedad dijo: “quítale la bolsa”. Otra voz, has de cuenta la del Samuel García, el influencer, dijo: “pues sí, pues total”. Hoy estoy convencido de que, a esa altura, ellos mismos no sabían lo que se les venía encima.
  Alguien me quitó la bolsa y vi a los tres sujetos en su prosaico pedo. Como si no estuviera ahí yo, ni el flaco en otro poste a unos metros de mí, amarrado como yo, pero con la cabeza encapuchada y caída entre los hombros. 
-A ver si despierta el güey. Le diste con todo, mi toro-. Dijo el güero a un individuo enorme que sostenía un cuerno de chivo y al que yo no había visto antes.  
 Se va a oír bien gacho, pero yo creo que van a coincidir conmigo, lo mejor fue que el flaco ya no despertara, ahora sí que como dijo el mirrey: “Pues total”. Porque no había el tal Toro terminado de sonreír con orgullo cuando se apagaron las luces y la música. Las voces de los tres parroquianos cambiaron su tonito valeverguero y se velaron con el estruendo de la balacera que se dejó venir.
Hagan de cuenta que estábamos en una disco, donde no se oye nada por el ruido y todo se ve en cámara lenta por las luces que se prenden y apagan una y otra vez. Sólo que aquí las luces y el ruido venían de ráfagas de armas automáticas. Estuvo bien mercenaria la escena, pero el peor recuerdo que guardo fue el de la cabeza del flaco volando en pedazos por una explosión que casi me alcanza a mi también.
Yo creo que fue la adrenalina la que me hizo encontrar fuerzas en esa carnicería. Chance también el toro no me había amarrado bien a mí. El caso es que me liberé luego de estirar con todo mi cuerpo contra el tubo donde estaba. La balacera se terminó en el acto y quedó todo en silencio, por eso me fui despacio y arrastrándome por el suelo ¿A dónde? Como antes había pasado, a donde fuera.
Quiso mi buena estrella que diera a una especie de acequia, chance un canal hecho para que corriese a través de la construcción un venero del cerro. Quién sabe, todo estaba bien pinches oscuro. Sólo recuerdo con certeza que a poco de dejar tras de mí la quinta, se volvieron a encender las luces. Yo seguía a rastras para alejarme cuando escuché un grito: “uno vivo acá”. Luego como dicen poray patitas pa qué las quiero. Me levanté y corrí bajo una lluvia de metralla que de puro milagro no me tocó.
En ese punto iba de bajada. Y pues así, sin luz y forzando mi terror la zancada era de a huevo que iba a dar un mal paso. Caí un buen trecho por una pendiente, casi en picada hasta dar de espalda con un montón de basura. Las balas se oían más lejos. Seguro los batos se sacaron de onda porque en ese tramo de nuevo todo estaba a oscuras y sólo había de dos: o estaba allá arriba, escondido, o me había matado la caída.
Como sabrán, había una tercera posibilidad, que la basura amortiguara el putazo. Me quedé ahí un buen rato, entre ratas y cucarachas, entre pañales, toallas sanitarias, desechos orgánicos y sabrá Dios cuanta mierda más.
Cuando lo calculé prudente, me moví entre los desechos cual tlacuache, hasta alejarme lo suficiente. Llegué así hasta el lecho del río, desde donde de nuevo se veían las casas en las lomas. La balacera no había terminado, estruendos intermitentes se seguían escuchando a lo lejos y el lugar parecía seguir en toque de queda.  Lo único es que ya había luz mercurial en las calles.
Desde la oscuridad de una enramada me aventuré a meterme a la colonia. Chingue a su madre, si ya había llegado hasta ahí seguro la suerte me alcanzaba para encontrar la avenida y largarme. Avancé pegado a las paredes, siempre entre las sombras de los callejones, los árboles en las banquetas y los coches. Como supondrán, lo único que buscaba era moverme, dar con una vía principal, un rincón desde donde se pudiera ver una referencia como edificios o panorámicos.
Estaba a punto de ganar una esquina bien iluminada cuando escuché la troca. Me metí debajo de un camión de volteo y me arrinconé lo mejor que pude en una llanta. Echado en el suelo, vi a unos cuantos metros de mí a unos niños, también escondidos debajo de un coche. La troca pasó a rajamadre por la esquina iluminada, luego vimos a unos 3 batos que salían de entre las sombras: uno bajaba de un techo, otro salía de un callejón, aquél desde el vano de la puerta de una casa abandonada. Todos embozados y con armas en las manos. Se juntaron en la esquina, bajo la farola, y luego de unos minutos de nuevo se medio escondieron.

Yo debí tener una jeta de culo con la que no podía, porque los niños debajo del carro me trataban de calmar con ademanes, me pedían silencio. Chance me adivinaron las ganas que tenía de salir corriendo.

No tardó en escucharse una voz que se acercaba a donde estábamos, desde la calle por donde había venido la troca. Era el gringo que gritaba en Perfecto inglés “I´m a fucking american, you pieces of shit”. Lo vimos pasar por la esquina como si anduviera por su casa, con un perro a su lado. El bato estaba todo ensangrentado, tenía en una mano un rifle y en otra una botella de tennessee. Se paró con desconfianza en medio de la calle, porque el perro empezó a gruñir. “Good dog” Oí decir al gringo que aguzaba la mirada. El perro había descubierto a los niños. “Get him, boy” Dijo y el perro se lanzó hacia ellos.

Uno de los chavitos salió corriendo, yo digo que heroicamente para desviar la atención del animal de los otros que estaban con él. Pero no avanzó mucho el chiquillo porque una bala del americano le voló los sesos. Ahí todo sucedió en fracciones de segundo. El gringo al ver que era un niño al que había disparado se llevó una mano a la cabeza. Su perro fue acribillado igual, casi al instante, yo creo que por los compas embozados. Y a él, el gringo, una bala le voló primero el brazo, luego otra el pecho y ya en el suelo fue un montón de carne que la metralla repartía en mil pedazos.

Uno de los embozados salió de su escondite y revisó si el niño baleado seguía vivo, se agachó para ver debajo de donde había salido y, a huevo, de paso me vio a mí todo culeado en mi escondite.

Me arrastré para salir por la parte de atrás del camión y volví a correr. “Ya está” me dije en ese rato, “hasta aquí llegué”. Porque eran apenas unos metros los que me separaban del gatillero. Di vuelta en un callejón y brinqué como no sabía que podía brincar, casi creo que pasé sobre un bocho apenas tocándolo con un pie. Driblé botes y bolsas de basura en una casi total oscuridad y ya se me hacía que me pelaba cuando di con mi cabeza en el fierro de un protector de ventana.

Antes de perder el conocimiento, tirado en la banqueta, vi a los 3 embozados que me apuntaban con sus armas, parados junto a mí. A su lado llegó un cuarto bato al que reconocí, era el greñudo de brazo enyesado que al principio de nuestro atajo nos dijo a mí y al flaco que ya habíamos valido verga. Se acercó para mirarme bien y decidí dejarme ir, cerré los ojos y respiré el que creí sería mi último aliento: estaba en paz conmigo, había hecho lo que podía para sobrevivir.

Desperté ya entrada la mañana en el callejón. La calle en la que desembocaba era al parecer una de las principales: llena de pequeños establecimientos comerciales y con un denso trajín de gente.  A mi cabeza adolorida fueron llegando poco a poco los recuerdos de la noche anterior; el contraste con ese panorama de parroquianos haciendo el súper, esperando el camión en las esquinas, reparando llantas ponchadas, era tan increíble que pensé de verdad que había pasado a otra vida.

También poco a poco comprendí que los embozados me la habían perdonado. Que su violencia no era nomás porque sí. Sabían sobre quiénes iban y, lo comprendí después, no reconocieron en mí al enemigo. Tan es así que me dejaron hasta el celular y la billetera con todo lo que traía.

Me levanté y caminé entre esa buena gente que ojalá no tuvieran que lidiar con tanta bala, con tantos muertos y desaparecidos, condenados a ser daño colateral, carne de cañón. En las noticias principales se hablaba separadamente de un agente de no sé qué agencia gringa desaparecido en la ciudad; de un cura ejecutado por haberse negado a dar la extremaunción a un capo; de la jornada violenta de la víspera que atribuyeron a rivalidades entre los dos cárteles que se disputan la plaza y del lamentable secuestro de un empresario “altruista”.

Sólo en un diario sensacionalista, en un pequeño rincón de la sección de nota roja, se leía que a un niño lo había matado una bala perdida. Un numerito más para la estadística de la que puntualmente, la columna daba cuenta.  






Este cuento forma parte de la antología:  Ni tan ficciones


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